13.5.10

Giselle y el fin del mundo



Evento inesperado.
Pospongo mi entrada sobre los misterios del atún.
Será en el siguiente, lo prometo.

Anoche hablaba con Giselle Cabrera en el mensajero. Intercambiamos algunas ideas sobre la economía del atún y el mercado imperante en la costa mediterránea de Málaga. Coincidimos en varios puntos. Pero eso no es lo importante. Sino lo que sucedió después. Yo estaba ya muy cansado y pasé a retirarme a mis aposentos hediondos porque no he ido a lavar mis colchas San Marcos. En España son un poco lentos para responderle a los mexicanos, quién sabe si concientes de que tienen una deuda con nosotros los indígenas y se hacen los distraídos (no les vayamos a cobrar), o porque a la hora de que nosotros necesitamos saber todo, decirlo todo, ellos están en otro modo más relajado por el jet lag. Lo que pasó es que me despedí. Le dije: Gis, nos vemos en otra ocasión, ahora ando muy cansado y necesito dormir. Hasta pronto. Luego de esperar por dos minutos su respuesta cerré la ventana y me fui a echar. Ya no supe más.

En el sueño sucedió lo siguiente. Estábamos en una fiesta, había una mesa fantástica de vinos y cervezas, una barra insuperable de alimentos de todas las culturas, comidas mesopotámicas, arte culinario arameo, platillos fenicios, postres de la más alta calidad neozelandesa. Platicaba nuevamente con mi amiga Giselle para ser preciso, filtrada de la realidad al inconciente, por la plática un par de horas antes, quizá, yo no soy Freud. Un amigo en común que tenemos, Bolonio –así le dicen-, estaba borrachísimo. Se expresaba con una fonética irreconocible y se tambaleaba empujando a los distinguidos invitados. Giselle, un poco aturdida ya por Bolonio me dice: Vikram, cuéntale, dile lo que pasó entre nosotros. Yo, azorado, sin aliento, le respondo: De qué hablas, Gis. Hay que decir que Bolonio es examante de Gis. Eso fue hace muchos años. Cuando estaban en la primaria.

-Ya dile, Vikram.
-Comprendo que quieras aleccionarlo, pero…
-Cuéntale de nosotros.
-Es que tú y yo no hemos tenido nada nunca.
-Pero si estás enamorado de mí, yo lo sé.
-Me parece que no.

Aquí, Giselle se molesta por la realidad de las cosas y me toma por un brazo, me lleva a la salida. Me empieza a explicar que debo mentir para que Bolonio sienta celos. Yo le explico que en otra ocasión sería prudente, pero en estas circunstancias, Bolonio seguramente trataría de matarme con un pedazo de carne bizantina. Así continuamos un rato. Ella está parada en la puerta de entrada y salida, como dije antes. Unos murmullos nos llaman la atención. Son un grupo de invitados mayores, gente de edad avanzada con fracs y vestidos de noche apuntando al cielo. Volteo y el cielo oscuro es atravesado por un avión que deja una estela de humo. La gente viene en marejada a la puerta. Desesperados, se atropellan por llegar hacia donde estamos nosotros. Tomo a Giselle por los hombros y la quito del paso. La jalo hasta la media calle. Ahí, el panorama se descubre más apocalíptico:

Una iglesia arde en llamas a cuatro calles de ahí. El fuego y su luz dibujan el contorno de las cúpulas y las cruces sobre ellas en la media noche, oscura. Una de las damas, sofocada, con la mano en la boca dice: “Que dios ampare a las criaturas”. Inmediatamente, siento la electricidad en el cuerpo, una fuerza interna que hace que mis músculos empiecen a generar movimiento, la adrenalina me recorre. Miro a Giselle y le digo: No te muevas, regreso.

A diferencia de otros sueños, soy rápido, tengo facilidad para desplazarme, avanzo una, dos, tres calles, casi a punto de llegar a la iglesia, el avión que habíamos visto todos en el aire, se estrella en algún punto de la ciudad. La explosión que genera expulsa una luz, como una fotografía tomada a lo lejos y se recorta en dirección contraria a su caída el vuelo de otro avión de mensajería que apenas despega. Pienso: “¿Por qué demonios permiten el despegue de otros aviones, qué no se dan cuenta que están cayendo por todos lados?” Otra explosión a la distancia me congela, llueven máquinas incendiadas sobre la ciudad. Miro el templo, me parece tan remota su ubicación, tan largo el camino.

Sobre mí, un sonido de las turbinas sobrecalentadas crece, el aeroplano de la mensajería ha cambiado su trayecto hacia mí. Veo su perímetro, sus trazos a gran velocidad. Seré aplastado. No cabe un solo espacio para la esperanza, por más diminuto que sea, para elegir vivir y saltar, huir. Todo es bastante rápido. Miro la iglesia que se cae en pedazos, todo se apaga.

Abro los ojos. Antes de tomar completa conciencia de que estoy vivo en mis ojos todavía sobrevive una estampa, la destrucción total de mi cuerpo y el fuego, todo en negativo. Mi corazón late frenéticamente. He dejado la computadora prendida para escuchar música. Giselle, la real, se ha despedido al final, veo su mensaje sin conexión: “Hasta la vista, niño”. Me siento enamorado por segundos. Sólo es momentáneo. Cumplo su deseo, por fin, y le digo a Bolonio en la mente: Sí, tuvimos algo que no alcanzarás a comprender nunca, Bolonio. Algo que ni yo alcanzo a entender, pero que se revela como un romance fugaz en el fin del mundo.

Tiemblo. Tiemblo y me río por la gran coincidencia. Me suelto a carcajadas. Más tarde, reviso los diarios. En Libia, un avión cayó matando a los 108 pasajeros. El único sobreviviente fue un niño holandés de diez años. Como pasa últimamente en esta región: vuelvo a temblar.
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